Todo comienza con la antelación. El momento en el que uno sabe que pondrá los pies en el camino y viajará lejos, muy lejos del hogar. Comprar un boleto de avión, reservar una habitación de hotel, navegar por Internet mientras se busca los atractivos turísticos de cada región, observar fotografías y leer reseñas turísticas. Estas acciones hacen sentir vivas a las personas. Emocionan, pues son una modificación a la rutina diaria.
¿Por qué viajamos? Es la pregunta que todos se hacen y nadie quiere contestar. Hemos construido una industria gigantesca y súper productiva alrededor de este enigma. Si exceptuamos a la gente –muchísima aún– que todavía viaja para huir de los terrores de su hogar, todos los turistas del siglo XXI no necesitan, realmente, salir de su hogar. Entonces, ¿cuál es la motivación?
Viajar nos remonta a nuestro pasado nómada, cuando migrar de un sitio a otro no era una opción ni un gusto, sino una necesidad. Viajar es sentirse explorador, navegante, guerrero y una persona dada a la aventura. Viajar es vida.
Tiene sus altibajos –todo en esta vida cuenta con algunos aspectos buenos y otros malos– como las largas esperas o los trámites y la burocracia viajera que nosotros mismos nos hemos impuesto para intentar controlar lo incontrolable: el deseo de no quedarse quieto, como un árbol.
Pero al final, toda aquella incomodidad (también aplica para el espacio en los asientos de avión o la habilidad que tienen los conductores de autobuses para marear a sus pasajeros con vueltas cerradas y amarrones que queman llanta) es diminuta cuando se llega a destino. Cuando el piloto hace descender a su Boeing y te asomas por la ventana para tener una primera imagen mental del sitio al que llegas, o cuando vas por la carretera y a lo lejos observas la línea perfecta del panorama urbano o natural: el cielo azul contra las montañas y la ciudad. Éste es el premio, el objetivo.
La primera gran experiencia que tiene un viajero es cuando baja del avión, del autobús o del auto y toma la primera bocanada de aire. Los pulmones de inmediato sienten el cambio: el aire puede ser más caliente, frío o húmedo, pero sin duda, no es idéntico al que dejaron en el hogar. Lo cotidiano se convierte en un descubrimiento cuando se trata de viajar.
Y ni se diga de la comida. Ésta en sí misma es un viaje. Y el más completo de ellos: te lleva al pasado, al futuro, al presente, a las ciudades, a los campos. Te hace conocer historias de chefs, granjeros, casas de cultivos y de toda una enorme cantidad de gente que nunca conocerás, pero que llevarás en tus recuerdos. Y además, te derrumba estereotipos: la pizza no es como te la pintan, e Italia no sólo vive de pastas; Canadá cuenta con una excelente tradición culinaria; México es un abanico de comidas, un arcoíris de sabores; Inglaterra tiene algo más que fish & chips y Camerún es un paraíso gastronómico que todos deberíamos conocer.
“Bienvenidos, viajeros” es el lema del siglo XXI. Habitamos en un mundo que está en una guerra constante, con niveles de incomprensión brutales y fanatismo que sólo abre más heridas que las que busca curar, y es por eso que los viajes, la conexión cultural, el amor por conocer más al prójimo, el deseo por subir a un avión y descubrir nuevos horizontes deben ser pautas a seguir. El viaje como método de paz. El viaje como educación. El viaje como vida a la vida.